11 septiembre 2006

Más sobre Cabárceno


Hacemos un viaje emparedado por las obligaciones no siempre remuneradas. Dormimos los cuatro en la pensión La Campanilla, cerca de Cabárceno. Apresuramos una cena tras inspeccionar los parques infantiles de los alrededores, decepcionantes por sucios y oscuros. Nos repartimos entre dos camas y un supletorio y asistimos al sueño agitado del heredero.
El parque de Cabárceno es un intento exitoso de aprovechar las ruinas del pasado minero e industrial del Norte de España. Ubicado en una extinta mina de hierro, ofrece dioramas reales de naturaleza transplantada desde habitats con fecha de caducidad. El recinto del parque disfruta de las ventajas del clima cantábrico. Es decir, que sale hierba de las piedras. El efecto de la tierra enrojecida por el hierro es interesante, y más fascinante aún resulta la forma de las rocas quizá vencidas por la acción del agua o la técnica minera.
Hay leones, osos, tigres, búfalos, caballos (preferidos de la nena), serpientes a tutiplén, leones marinos (favoritos del heredero), elefantes, y también cerdos, suricatas, rinocerontes e hipopótamos. Los leones marinos se trabajan el pescado en una exhibición que provoca ternura, admiración y lástima a partes iguales. Los reptiles, mayoritariamente serpientes, descansan en el reptilario, está claro. Tuvimos la ¿suerte? de que el cuidador abriera delante de nosotros la dependencia de la pitón para comprobar el estado de uno de los ejemplares, que lucía un vendaje. Al contacto con el hombre la pitón se escabulló rápidamente hacia el fondo del recinto. Algunos gritos de pánico de otros visitantes y el estupor de Sánchez Bolín y familia quedan para la Historia. Unos cuantos osos retozan pidiendo clemencia al depredador que los observa comiendo patatas fritas, y yo me pregunto cuántos momentos de esta extraña belleza nos quedan por contemplar.
Nos tostamos al sol esperando la exhibición de rapaces, bien recomendada por el hombre de Huete. ¿Qué quieren que les diga? Aún sigo impactado. Un baile de milanos cogiendo carne arrojada al aire, buitres leonados peinando a los espectadores con ese vuelo majestuoso por lo sencillo, picados estratosféricos del halcón peregrino, águilas de cabeza blanca y venezolanas pescando falsos salmones, ratoneros haciendo honor a su nombre. En fin, la velocidad, la sagacidad y el arrojo cubiertos de plumas.
Comemos otra vez en la manta verde y los niños y yo exploramos los alrededores del merendero. Ni un puto helado sin leche y con la promesa de las cocacolas salimos a buscar al elefante. Nos espera teñido de rojo y nos obsequia con una micción elefantiásica, como es de esperar.
El tigre, quizá Amba, el más listo de todos, descansa a la sombra.