21 junio 2013

Cuatro años que pasaron "Deprisa, deprisa"






La antropología describe como un mito estable el del viaje del héroe. Sin ser tal ni él ni yo, tío y sobrino viajamos juntos durante treinta tantos años, que no son todos los que tengo, aunque todos están entre los que soy.
Julio hizo su viaje a toda velocidad. Deprisa, deprisa, podemos decirlo así.
En The Searchers (John Ford, 1.956), Ethan Edwards recorrió una circunferencia con origen y destino en una puerta entreabierta. Deambuló por un mundo rudísimo y despiadado, un territorio de frontera.
Julio cruzó un cambio de siglo tras una singladura de setenta y dos años, casi setenta y tres. Arrancó en medio de aquella barbarie autodestructora de mil novecientos treinta y seis y llegó, con una medalla de porcelana colgada del cuello, hasta la marisma neblinosa de sus últimos días, rematando apenas la primera década del siglo que tendrá que ser el de la igualdad, esa meta tanta veces soñada. Entre otros, por Julio.
Yo, sobrino singular, compartí etapas con él. Empezamos en los primeros setenta del siglo pasado, cuando mi tía María Elena y él se lanzaron a las tardes de Madrid. Hubo paradas en Madrid, en Sevilla y en Valladolid. Por el camino se subieron Julio y Fernando, mis hermanos. El penúltimo tramo lo hicimos en ambulancia, después de abrazarlo para poder salir de casa. La etapa final está por escribirse. Y mientras tenga memoria, la peripecia no terminará.
Mi abuela María Flor me enseñó a leer cuando cumplí tres años y enseguida me subí con Julio al pescante de la carreta. Durante días inolvidables, sentados a la mesa del comedor, entre los ecos madrileños de la Navidad o de la Semana Santa, domamos galeradas de sus libros y me reconocí como un niño capaz de seguirle el ritmo. Consiguió que germinase en mí la identidad de peatón en la Historia, la de mis días contemporáneos y la de los tiempos anteriores que Julio radiografió como un forense certero, infalible y honrado. Me enseñó que para que unos rezaran y otros guerrearan, hubo otros muchos que tuvieron que trabajar. Y también que podíamos llamarnos españoles desde antaño, y que no merecía la pena matarse por ello. A pesar de todo.
Deprisa, deprisa puede ser el título de una película o el lema del templo en el que oficiaba Julio. Peleé con él mil veces, tanto como con sus ordenadores, eso sí, sin una palabra más alta que otra. Él, viajero infatigable, lector tenaz, profesor generoso, sabía bien que no se puede perder energía en levantar la voz, que sólo merece la pena emplear el esfuerzo en razonar con brío, en precisar espantando errores, en discutir a tumba abierta.
Vivió con la palabra no desterrada de su vocabulario, sin rechazar jamás una petición para dar una conferencia. Regó con su magisterio, muchas veces gratis total, los campos de nuestro conocimiento. Y de paso, devoró kilómetros. Deprisa, deprisa.
A menudo recuerdo un ahora mítico viaje, quizá un paradigma de su vida, que hicimos Julio y yo en septiembre de mil novecientos ochenta y cinco. El periplo incluía Madrid y Burgos, con salida y llegada en Valladolid, la ciudad gris. Los hitos eran LIBER, en el recinto ferial de Madrid, y una conferencia en Burgos.
Quedamos temprano, en el garaje de casa, pues entonces vivíamos en el mismo edificio. El día anterior yo había empezado El nombre de la rosa, éxito editorial de Umberto Eco publicado en Italia en 1980, que me enganchó desde la primera hoja. No paré hasta que lo terminé y tras ducharme, bajé sin dormir.
El Citröen BX blanco nos esperaba repleto de cintas de El Pali, tótem señero de la sevillana de Sevilla. En aquel momento ocupaba en los gustos musicales de Julio el lugar que otras veces ocupó la copla, o el tango, o cualquier otro cancionero estimulante de la memoria y el deseo, del corazón y la nostalgia.
Los números. La cuenta es fácil. Cuatro minutos por sevillana, en un viaje de seiscientos kilómetros, a una velocidad media de ochenta, hace un total de ciento doce sevillanas. Quitemos los tiempos de los noticiarios y dejemos la cifra en cien. Una proeza para quien como yo bebe en Neil Young, en The Cure, en The Smiths, en Los Pistones. Y si no lo quieren llamar proeza, déjenlo en un simple martirio.
No recuerdo si en aquel LIBER Ámbito tenía su tenderete, pero es seguro que conocí tipos extraños, sablistas y deudores incluidos, que me saludaban con gran deferencia al saberme sobrino.
Al mediodía partimos para Burgos. Deprisa, deprisa. Paramos a comer en un asador a la salida de Madrid. Conocedor de su escaso entusiasmo por la carne le sugerí que sería mejor otro sitio. Ni hablar, me dijo muy serio, mientras el camarero anotaba la comanda.
A mí me encantan los chuletones.
¿Qué van a tomar los señores?
Dos chuletones.
Tras presenciar la pelea incruenta entre un catedrático de Historia Medieval y un filetón, rato después hube de rematar la faena. Eso sí, para el postre no necesitaría ayuda ninguna.
Seguimos camino. Cuando la noche en vela y las dos porciones de carne me tenían con un pie en el mundo de los muertos, paramos en un área de servicio a tomar una cocacola. Deprisa, deprisa. Mientras me espabilaba en el baño, el conferenciante pergeñó el esquema de la charla en media cuartilla, con una catarata de letra menuda que a duras penas se sujetaba en el papel. De paso, unas chocolatinas rellenas de naranja, por si las bajadas de azúcar.
Llegamos a Burgos y nos dirigimos presurosos al salón de actos reservado para la conferencia. Deprisa, deprisa. Sinceramente, no recuerdo el tema ni olvido el embeleso con que lo escuché, como tantas veces.
Tras la charla, a cenar acompañados por Jesús Crespo, Federico Sanz y Octavio Granado. Este último nos deleitó con su enciclopédico conocimiento de los avatares del gran visir Iznogud. Espero que ahora que es Secretario de Estado le sirva, o nos sirva, para algo. Es posible que me cenara otro chuletón, nunca sabes cuándo será la próxima vez que volverás a ingerir alimento.
Llegamos a Valladolid en la madrugada. Carretera por aquella época sin desdoblar, se llamaba de la muerte. Gracias a El Pali fui alerta todo el viaje. Fue la última vez que lo escuché. Si alguna vez me llevan a Guantánamo ya saben qué música tienen que ponerme para averiguar quién asesinó a Kennedy.
Hubo más viajes, pero me los reservo en la memoria, ese armario iluminado tenuemente donde algún día todo se desvanecerá.

Deprisa, deprisa pasaron estos años. El viaje fue breve e intenso. E inolvidablemientras yo viva.