Cuatro años que pasaron "Deprisa, deprisa"
La antropología describe como un
mito estable el del viaje del héroe. Sin ser tal ni él ni yo, tío
y sobrino viajamos juntos durante treinta tantos años, que no son
todos los que tengo, aunque todos están entre los que soy.
Julio hizo su viaje a toda
velocidad. Deprisa,
deprisa, podemos decirlo
así.
En The Searchers (John Ford, 1.956),
Ethan Edwards recorrió una circunferencia con origen y destino en
una puerta entreabierta. Deambuló por un mundo rudísimo y
despiadado, un territorio de frontera.
Julio cruzó un cambio de siglo tras
una singladura de setenta y dos años, casi setenta y tres. Arrancó
en medio de aquella barbarie autodestructora de mil novecientos
treinta y seis y llegó, con una medalla de porcelana colgada del
cuello, hasta la marisma neblinosa de sus últimos días, rematando
apenas la primera década del siglo que tendrá que ser el de la
igualdad, esa meta tanta veces soñada. Entre otros, por Julio.
Yo, sobrino singular, compartí
etapas con él. Empezamos en los primeros setenta del siglo pasado,
cuando mi tía María Elena y él se lanzaron a las tardes de Madrid.
Hubo paradas en Madrid, en Sevilla y en Valladolid. Por el camino se
subieron Julio y Fernando, mis hermanos. El penúltimo tramo lo
hicimos en ambulancia, después de abrazarlo para poder salir de
casa. La etapa final está por escribirse. Y mientras tenga memoria,
la peripecia no terminará.
Mi abuela María Flor me enseñó a
leer cuando cumplí tres años y enseguida me subí con Julio al
pescante de la carreta. Durante días inolvidables, sentados a la
mesa del comedor, entre los ecos madrileños de la Navidad o de la
Semana Santa, domamos galeradas de sus libros y me reconocí como un
niño capaz de seguirle el ritmo. Consiguió que germinase en mí la
identidad de peatón en la Historia, la de mis días contemporáneos
y la de los tiempos anteriores que Julio radiografió como un forense
certero, infalible y honrado. Me enseñó que para que unos rezaran y
otros guerrearan, hubo otros muchos que tuvieron que trabajar. Y
también que podíamos llamarnos españoles desde antaño, y que no
merecía la pena matarse por ello. A pesar de todo.
Deprisa, deprisa
puede ser el título de una película o el lema del templo en el que
oficiaba Julio. Peleé con él mil veces, tanto como con sus
ordenadores, eso sí, sin una palabra más alta que otra. Él,
viajero infatigable, lector tenaz, profesor generoso, sabía bien que
no se puede perder energía en levantar la voz, que sólo merece la
pena emplear el esfuerzo en razonar con brío, en precisar espantando
errores, en discutir a tumba abierta.
Vivió con la palabra no
desterrada de su vocabulario, sin rechazar jamás una petición para
dar una conferencia. Regó con su magisterio, muchas veces gratis
total, los campos de nuestro conocimiento. Y de paso, devoró
kilómetros. Deprisa,
deprisa.
A menudo recuerdo un ahora mítico
viaje, quizá un paradigma de su vida, que hicimos Julio y yo en
septiembre de mil novecientos ochenta y cinco. El periplo incluía
Madrid y Burgos, con salida y llegada en Valladolid, la ciudad gris.
Los hitos eran LIBER, en el recinto ferial de Madrid, y una
conferencia en Burgos.
Quedamos temprano, en el garaje de
casa, pues entonces vivíamos en el mismo edificio. El día anterior
yo había empezado El
nombre de la rosa, éxito
editorial de Umberto Eco publicado en Italia en 1980, que me enganchó
desde la primera hoja. No paré hasta que lo terminé y tras
ducharme, bajé sin dormir.
El Citröen BX blanco nos esperaba
repleto de cintas de El Pali, tótem señero de la sevillana de
Sevilla. En aquel momento ocupaba en los gustos musicales de Julio el
lugar que otras veces ocupó la copla, o el tango, o cualquier otro
cancionero estimulante de la memoria y el deseo, del corazón y la
nostalgia.
Los números. La cuenta es fácil.
Cuatro minutos por sevillana, en un viaje de seiscientos kilómetros,
a una velocidad media de ochenta, hace un total de ciento doce
sevillanas. Quitemos los tiempos de los noticiarios y dejemos la
cifra en cien. Una proeza para quien como yo bebe en Neil Young, en
The Cure, en The Smiths, en Los Pistones. Y si no lo quieren llamar
proeza, déjenlo en un simple martirio.
No recuerdo si en aquel LIBER Ámbito
tenía su tenderete, pero es seguro que conocí tipos extraños,
sablistas y deudores incluidos, que me saludaban con gran deferencia
al saberme sobrino.
Al mediodía partimos para Burgos.
Deprisa, deprisa.
Paramos a comer en un asador a la salida de Madrid. Conocedor de su
escaso entusiasmo por la carne le sugerí que sería mejor otro
sitio. Ni hablar, me dijo muy serio, mientras el camarero anotaba la
comanda.
A mí me encantan los chuletones.
¿Qué van a tomar los señores?
Dos chuletones.
Tras presenciar la pelea incruenta
entre un catedrático de Historia Medieval y un filetón, rato
después hube de rematar la faena. Eso sí, para el postre no
necesitaría ayuda ninguna.
Seguimos camino. Cuando la noche en
vela y las dos porciones de carne me tenían con un pie en el mundo
de los muertos, paramos en un área de servicio a tomar una cocacola.
Deprisa, deprisa.
Mientras me espabilaba en el baño, el conferenciante pergeñó el
esquema de la charla en media cuartilla, con una catarata de letra
menuda que a duras penas se sujetaba en el papel. De paso, unas
chocolatinas rellenas de naranja, por si las bajadas de azúcar.
Llegamos a Burgos y nos dirigimos
presurosos al salón de actos reservado para la conferencia. Deprisa,
deprisa. Sinceramente, no
recuerdo el tema ni olvido el embeleso con que lo escuché, como
tantas veces.
Tras la charla, a cenar acompañados
por Jesús Crespo, Federico Sanz y Octavio Granado. Este último nos
deleitó con su enciclopédico conocimiento de los avatares del gran
visir Iznogud. Espero que ahora que es Secretario de Estado le sirva,
o nos sirva, para algo. Es posible que me cenara otro chuletón,
nunca sabes cuándo será la próxima vez que volverás a ingerir
alimento.
Llegamos a Valladolid en la
madrugada. Carretera por aquella época sin desdoblar, se llamaba de
la muerte. Gracias a El
Pali fui alerta todo el viaje. Fue la última vez que lo escuché. Si
alguna vez me llevan a Guantánamo ya saben qué música tienen que
ponerme para averiguar quién asesinó a Kennedy.
Hubo más viajes, pero me los
reservo en la memoria, ese armario iluminado tenuemente donde algún
día todo se desvanecerá.
Deprisa, deprisa
pasaron estos años. El viaje fue breve e intenso. E inolvidablemientras yo viva.
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