Viaje sin pan
Cruzamos la llaga de caliza en un viaje sin pan. Para despedir a tío Vicente, al que tanto le gustaba esa variedad bregada que amasan en la ciudad gris y sus alrededores.
Venimos a dar fe de otro viaje desde Arzobispo Blanco hasta este callejón que apunta al valle de Peral y, más allá, a Quirós. Asomados al precipicio de una época que se nos esfumó entre los dedos mientras nos creímos que íbamos a estar juntos, todos, todo el tiempo.
En veintitrés meses se marcharon la abuela María Flor, que me enseñó a leer, tío Juan, tío Julio y ahora tú, tío Vicente querido. Tío Pepe, que iba por libre, lo hizo años antes. Y no olvidamos a Julio y a Julio.
Los demás nos quedamos aquí, con las caras arrasadas de lágrimas, escarbando como hormigas feroces en los recovecos de la memoria, soñando veros en alguna parte, alrededor de una mesa, en ese cuarto de estar del que en realidad nunca salisteis.
Ay, tío Vicente.
Encendiste con tu presencia los ojos de la abuela María Flor: le alegraste a tío Julio los momentos; rejuveneciste a los que te rodeaban; nos explicaste sin hablar, con tu sensacional presencia, qué significa la elegancia; construiste mecanismos, muebles, chismes, conversaciones interminables que pasaban en un suspiro.
Enamoraste a tía Pepita; criaste hijos y nietos, y también los lloraste; fascinaste a tus padres, a tus hermanos, a yernos, sobrinos, amigos, vecinos y a cualquiera que tuvo la fortuna de conocerte.
Yo, que me veo en tu mirada azul y pura, limpia siempre, un prodigio turquesa que refulgía bajo tu cabellera de seda y nieve.
Yo, que no te vi jamás enfadado, que me hablabas de Wenceslao Fernández Flórez; de las navajas y de las novelas, de los Fernandos, el meteorólogo y el piloto; y de lo que querías a la abuela y de tantas cosas en tantos días que fueron tan pocos.
Yo, que ahora escribo unas líneas en esta puta ciudad gris, tan lejos de tí, de vosotros.
Ahora descansa un poco, y si es verdad eso que dicen, entra en el cuarto de estar: te están esperando.
Venimos a dar fe de otro viaje desde Arzobispo Blanco hasta este callejón que apunta al valle de Peral y, más allá, a Quirós. Asomados al precipicio de una época que se nos esfumó entre los dedos mientras nos creímos que íbamos a estar juntos, todos, todo el tiempo.
En veintitrés meses se marcharon la abuela María Flor, que me enseñó a leer, tío Juan, tío Julio y ahora tú, tío Vicente querido. Tío Pepe, que iba por libre, lo hizo años antes. Y no olvidamos a Julio y a Julio.
Los demás nos quedamos aquí, con las caras arrasadas de lágrimas, escarbando como hormigas feroces en los recovecos de la memoria, soñando veros en alguna parte, alrededor de una mesa, en ese cuarto de estar del que en realidad nunca salisteis.
Ay, tío Vicente.
Encendiste con tu presencia los ojos de la abuela María Flor: le alegraste a tío Julio los momentos; rejuveneciste a los que te rodeaban; nos explicaste sin hablar, con tu sensacional presencia, qué significa la elegancia; construiste mecanismos, muebles, chismes, conversaciones interminables que pasaban en un suspiro.
Enamoraste a tía Pepita; criaste hijos y nietos, y también los lloraste; fascinaste a tus padres, a tus hermanos, a yernos, sobrinos, amigos, vecinos y a cualquiera que tuvo la fortuna de conocerte.
Yo, que me veo en tu mirada azul y pura, limpia siempre, un prodigio turquesa que refulgía bajo tu cabellera de seda y nieve.
Yo, que no te vi jamás enfadado, que me hablabas de Wenceslao Fernández Flórez; de las navajas y de las novelas, de los Fernandos, el meteorólogo y el piloto; y de lo que querías a la abuela y de tantas cosas en tantos días que fueron tan pocos.
Yo, que ahora escribo unas líneas en esta puta ciudad gris, tan lejos de tí, de vosotros.
Ahora descansa un poco, y si es verdad eso que dicen, entra en el cuarto de estar: te están esperando.
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